Hoy, Lunes 23 de Marzo, es un día-sandwich. En realidad no es per-se un día-sandwich, es más bien el queso en un emparedado de días libres, pero le voy a llamar día-sandwich solo porque se me viene en gana, en favor de la facilidad de escritura por sobre la correctitúd semántica del contenido.
Si tuviera que reencarnar en un día, no me gustaría ser uno de esos, no señor. El pobre día-sandwich carece de cualquier significado e importancia, porque tanto el día que lo precede como el que lo continúa son días con menos significado aún, pero lo superan en importancia porque son días de descanso muy esperados por la sociedad en general. Así, el día-sandwich es como un petiso rodeado de gordos en el subte: apretado, fuera de vista, nadie repara en él; y es en el transporte público donde uno puede observar la actitud general de la gente hacia él: todos viajan con cara de “bueno, vamos a soportar este día hasta que termine, total mañana duermo hasta tarde!”. Así, la idea es solo digerirlo, ni disfrutarlo ni sufrirlo, solo estar en cuenta regresiva hasta que el reloj anuncie el final de las actividades diarias. Dudo mucho que los grandes descubrimientos de la humanidad hayan sucedido en un día como este.
- Que hacemos hoy, anunciamos la cura del cáncer?
- No, lo dejamos para el miércoles. Si hacemos el anuncio hoy recién lo va a poner el diario mañana y no lo va a leer nadie. Mejor limpiemos un poco y nos vamos de joda apenas empiece el martes, que es un día divertido, no como hoy, maldito lunes-sandwich aburrido y sin sentido!!!
(Basado en una historia real que da un fondo científico al análisis del día-sandwich)
En cierta forma, el día-sandwich me hace acordar a la última masita del paquete. Supongamos, para el ejemplo, la última Pepitos. Ella sabe que será dejada de lado y despreciada por todos los que disimulan la glotonería y evitan comerla para no parecer unos cerdos que se comen todo, además de mostrar poca cortesía al resto negándoles la oportunidad de comer la masita restante. Así, por dieta o costumbrismo, la pobre Pepita (vamos a antropomorfizarla un poco) queda sola en el plato o paquete y ve con horror su futuro junto a cáscaras de banana y demás desperdicios que habitan el cesto de basura. Hasta puedo adivinar sus pensamientos luego de que, en la fábrica, se arma el paquete y siente contra su espalda el frío del plástico contenedor, momento en el que adquiere conciencia plena de que es la última masita y todos sus ruegos apuntan a que quien quiera se digne a servir el té abra el paquete equivocadamente por el extremo opuesto, y que sea ella la masita que sabe a gloria y es masticada con fervor, para dejar con el sabor del desprecio a la que ahora se encuentra en la cima. Pero desde que pusieron la bendita tira roja para que sea más fácil consumir el producto, cada vez ocurre menos. Y Pepita lo sabe.
Ahí esta Pepita. Siéntanse mal por ella.
Diferente suerte corren las que vienen en paquete grande, porque están sueltas y la probabilidad es uniforme. A no ser que la masita en cuestión sea de las que llevan ese dulce rojo, duro y pegajoso que no quiere nadie. Y nada peor que desayunar con esas masitas en un día-sandwich, la peor forma de empezar el día. Menos mal que se termina pronto.
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